La Ignorancia Elevada al Estatus de Arte por Idiotas Entusiasmados

Hoy, confieso, viví un pequeño milagro íntimo: me di cuenta de que, por fin, me había liberado del hábito casi litúrgico de entrar en debates inútiles —esas romerías modernas donde la política, la ideología y la religión sirven apenas como incienso barato para perfumar frustraciones y masajear vanidades fatigadas. Durante años creí, con la candidez de los ingenuos, que la lógica y la razón podrían, por sí solas, iluminar un mundo que prefiere aferrarse tercamente a la penumbra confortable de sus propias ilusiones; un mundo en el cual muchos son capaces de matar —literal o simbólicamente— en defensa insensata de las banderas que proclaman, pero incapaces de practicar el bien con la misma eficacia y devoción. Exhiben, así, una postura tan previsible como lamentable, nivelada por una hipocresía inconfundible que revela la distancia abismal entre lo que defienden con fervor y lo que realmente son y practican.

Las masas, pobres criaturas hambrientas de un sentido que jamás encuentran, seguirán aferrándose al ritual de polemizar como quien enciende una vela en el vacío. Repetirán, con devoción surrealista, ideas que no les pertenecen, frases recortadas, opiniones enlatadas —todo aquello que heredaron de terceros y adoptan como si fuese un hallazgo personal. Y continuarán sirviendo, con celo sacerdotal, a los nuevos profetas del absurdo: aquellos que lucran generosamente vendiendo sueños inviables envueltos en lenguaje revolucionario o alimentando estafadores —privados u oficiales— que, además de explotarlos, serían incapaces de reconocer o valorar a sus propios seguidores idiotizados si alguno osara tocarles la puerta. Patriotas útiles cuando atienden a los intereses insanos de sus ídolos; “locos” desechables cuando, ante los tribunales, dejan de servir a tales conveniencias —una coreografía moral que revela la impresionante escasez de carácter que impregna todo ese engranaje.

Y, como si no bastara, aún celebran su propia ceguera: transforman ignorancia en identidad, desinformación en bandera, fanatismo en virtud. Confunden gritos con argumentos, rabia con lucidez, y creen piadosamente que el volumen sustituye a la inteligencia. No perciben que no son más que piezas reemplazables en un juego cínico conducido por manos deshonestas y habilidosas: cuanto menos discernimiento poseen, más útiles se vuelven. Es la victoria definitiva de la mediocridad disfrazada de coraje, el triunfo del ruido sobre el pensamiento.

Y así, en este gran laboratorio de idiotización colectiva, donde la ausencia de discernimiento se celebra como virtud y el pensamiento crítico se trata como herejía, la mayoría se conforma con pisar las mismas ilusiones, creyéndose originales mientras reproducen, con una fidelidad conmovedora, aquello que los manipula y esclaviza.

En cuanto a mí, elijo distanciarme voluntariamente de este teatro farsesco donde cada cual interpreta el papel de sabio mientras recita textos ajenos que le resultan convenientes. Me cansé de ser espectador de un espectáculo en el que los aplausos histéricos sofocan la razón y donde la conciencia es tratada como un personaje secundario, fácilmente descartable. Descubro, con cierto alivio existencial y una pizca de ironía, que la verdadera libertad quizá comience exactamente cuando desistimos de convencer a quien no desea —o no soporta— despertar de una profunda e inquietante letargia.

¡Que prosiga el insano espectáculo!

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